Capítulo 1 Mi condena
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Adam Johnson Smith,
por el poder que se me ha sido conferido, le condeno a morir mediante inyección
letal por el asesinato de Greta González Thomson y Juan López López. Que Dios perdone
lo que el estado de Colorado no ha podido perdonar.
Todo el público presente en la sala tercera del Tribunal
Supremo del Estado de Colorado permanecía en pié menos el juez, el único que seguía
sentado. Aquel acto de decidir sobre la vida de una persona juzgando sus actos
siempre me había parecido solemne, pero en esta ocasión en la que el reo era
yo, me evocaba a una mala comedia.
El juez me miraba fijamente mientras me condenaba a
muerte. Ya no había posibilidad de recurso, la sentencia era firme. Pero había
algo de falso en aquella mirada dura. Parecía como si quisiera hacerme sentir
remordimientos por mi crimen. Pero no era así.
Yo sabía que aquel juez, en cuanto llegara a su casa, con
su familia, se olvidaría de mí. Quizá me recordara como un comentario hacia su
mujer cuando ésta le preguntara por su día de trabajo, pero al rato me expulsaría
de sus recuerdos.
Y lo mismo ocurriría con los miembros del jurado. Ninguno
de ellos tardaría demasiado tiempo en olvidarme. Una vez tomada la decisión de
que debía morir, su siguiente tarea en sus vidas sería relegar a un segundo
plano de su memoria el juicio y las deliberaciones que les habían llevado a
condenarme a muerte.
Yo lo entendía porque hubiera hecho lo mismo ya que una
vez tomada la decisión no era necesario reconsiderarlo, y lo mejor era
olvidarlo. Imagínese que por un casual que apareciera alguna prueba que hiciera
dudar de esa sentencia tan radical. Nadie podría vivir con el remordimiento de
ese error.
Por eso a los sentenciados a muerte se nos ejecuta y se
nos olvida. Es mejor así. Pero en mi caso no había dudas. Yo era culpable.
Había asesinado a sangre fría a Greta y a su amante.
Aquel tribunal había juzgado los hechos, no las razones.
Aunque tampoco me esforcé en explicar cuáles eran. Me lo reservé para mí, no
quise pasar la vergüenza de explicar mi relación con Greta y lo que me llevó a
matarla, a nadie le interesaba salvo a mí, y el darlo a conocer tampoco iba a
cambiar mi situación.
Además, el caso había sido muy mediático. Toda la
comunidad latina había presionado para conseguir una sentencia ejemplar en este
proceso, un sumario en el que un gringo asesinaba a dos de sus miembros, un
crimen racista que había calado muy hondo en esa comunidad, en la que nunca fui
aceptado.
Los pocos años que duró mi matrimonio con Greta fueron
muy intensos. La conocí en unas clases de baile, a las que me empujaron mis
amigos con la excusa de que debía conocer gente. Yo hasta entonces había sido
un soltero tranquilo, con mucha dificultad para conocer mujeres.
En la primera clase bailamos juntos. El fin de semana
salimos a cenar el sábado y esa misma noche nos acostamos. Era algo que nunca
me había ocurrido. En mi entorno las mujeres no se comportaban así, todo era
más pausado, más meditado.
Pero Greta era distinta, era un volcán. A los pocos meses
de conocernos nos casamos. No fue la boda de mis sueños, ya que ni mis padres
ni muchos de mis amigos aprobaron aquel enlace, pero yo estaba muy enamorado de
su frenesí cálido y sensual.
Pero ese torbellino de mujer había que alimentarlo de
pasión. Con Greta la relación no se podía estancar. Cada día debía agasajarla,
debía esforzarme por mantenerla, por sorprenderla. Todos los fines de semana
salíamos, viajábamos a menudo, y en nuestras vacaciones no existía la palabra
descanso.
Era agotador, pero compensaba. Greta me daba una de cal
por cada mil de arena, pero esa de cal resarcía cualquier mal momento. Una
sonrisa suya, una caricia, un beso, una noche haciendo el amor, eran
suficientes para seguir viviendo.
Mantener ese tren de vida era caro, y había tenido que
endeudarme por ella. Tarde o temprano llegaría a un límite, a partir del cual
yo no sería ya capaz de darle a Greta lo que necesitaba para mantenerse vital
Y ese día llegó, perdí el tren de su entusiasmo y se me escapó.
Se encaprichó de uno de los profesores de baile, un pipiolo de 20 años, un
niñato que no la amaba, pero para el que era una gran victoria engañar a un
gringo. No pretendía quedarse con ella, tan sólo devolvérmela después de
usarla, quedarse con la satisfacción del triunfo.
A ella no le importaba, sabía lo que iba a pasar, pero
también deseaba restregarme que no había sido capaz de mantenerla. De repente
perdió el interés por mí, y la apatía se marcaba en el gesto de su cara.
Aun así, seguía
ciego, no quería ver, no quise darme cuenta de que había perdido, hasta que mis
amigos me lo hicieron ver. Porque un crío de 20 años no es capaz de quedarse
callado, debe alardear de sus éxitos, y el que había logrado era lo demasiado
importante como para poderlo mostrar con orgullo.
Cuando lo vi, cuando lo comprobé con mis propios ojos, ya
no pude escapar, me sentí condenado. Estaba endeudado por aquella mujer, que se
reía de mí con un muchacho imberbe. No tenía escapatoria. Mis amigos, mi
entorno me sentenciaron, tuve que hacerlo.
Y los maté. Compré un revólver y disparé contra ellos.
Los dejé malheridos. Cuatro disparos a ella y dos a él cuando trataba de huir.
Recargué el arma y los rematé. Dos tiros en la cabeza y uno en el corazón a
cada uno de ellos. Les quise destrozar el corazón, tal y como ellos me lo
habían destrozado a mí.
El tribunal lo tuvo claro desde el principio. Yo era
culpable de un asesinato frío y premeditado. Me había enterado de su
infidelidad y había planeado su muerte. Planifiqué el crimen con antelación.
Mentí diciendo que estaba fuera para encontrármelos en la cama juntos.
Los maté a sangre fría y los rematé. Era un asesinato en
toda regla, sin discusión. Los policías me encontraron sentado al lado de los
cadáveres, saboreando un vaso de whisky pero cuando me hicieron un análisis de
alcohol en sangre comprobaron que apenas lo había probado, que no había ningún
eximente por embriaguez, sino que la copa me la estaba tomando para celebrar lo
que había hecho.
Recuerdo perfectamente el dramatismo que le dio a su
declaración el inspector que había investigado mi caso. Estaba perfectamente
ensayada, e hizo hincapié en los puntos más sórdidos del asesinato. Su mirada
se cruzaba frecuentemente con la mía mientras declaraba, y al acabar una
sonrisa de triunfo se dibujó en su cara.
Cuando declaré yo posteriormente tuve que corroborar
punto por punto todos los hechos que el inspector había definido, y no negué
ninguno.
También fueron llamados a declarar miembros destacados de
la comunidad latina de la ciudad, gente que no conocía ni de la que jamás había
oído hablar, pero que opinaron claramente sobre mí, sembrando la idea de que el
crimen había sido inequívocamente racista.
Toda aquella avalancha de pruebas y testimonios en mi
contra, y el hecho de que durante todo el juicio me mostrara apático, sin
ilusión, y sin replicar a ninguno de los testigos, así como que mi abogado se
sintiera también presionado por la opinión pública me condenaron.
Y la condena fue tan ejemplar que nadie la puso en duda.
Durante el tiempo que pasé en el corredor de la muerte los carceleros me hacían
llegar noticias que aparecían en los medios, y la conclusión a la que llegué
era que el mundo me quería ver muerto.
El odio hacia mi persona era tal que tan solo los
activistas más acérrimos en contra de la pena de muerte se atrevieron a
levantar la voz en mi favor, pero fueron rápidamente acallados. La sociedad me
quería muerto, y el tiempo que estuve esperando la ejecución de mi sentencia
fue muy breve.
Capítulo 2 Mi ejecución
Llegó la noche de mi ejecución. No
discurrió mucho entre el juicio y esa noche fatídica por lo que no tuve tampoco
demasiado tiempo para reflexionar o arrepentirme de lo que había hecho. Tenía
tan asimilado mi destino que tan sólo me dediqué a prepararme para mi muerte.
No quise que viniera a visitarme nadie a la cárcel. Ya
había hecho el mal que tenía que hacer, no necesitaba transmitir ningún tipo de
dolor a quienes sí me querían de verdad. Pasé todas aquellas semanas sólo, en
compañía únicamente de mis carceleros.
Éstos se mostraban asépticos. Cuidaban de presos
destinados al matadero, por lo que evitaban cualquier atisbo de humanidad, no
querían ver mezcladas sus vidas con las nuestras. No querían llegar a casa y
comentar a sus hijos de qué habían hablado con algún preso, y al día siguiente
tenerles que explicar que ya había sido ajusticiado, que ya estaba muerto.
La norma obligaba que el preso debiera ensayar días antes
de su ejecución la ceremonia del traslado hasta el patíbulo, y prepararse para
la ejecución, pero en la cárcel donde estaba yo no se hacía con los reos
condenados a muerte. Sin embargo me dijeron en las cárceles de Virginia, por
ejemplo, sí que se obligaba al reo a cumplir con tal horrible trance.
Días antes me había visitado el médico. Me habían hecho
una analítica completa, quizá pensando que no fuera apto para la muerte y que tuvieran
que suspender la ejecución. El doctor me informó que tenía el colesterol alto,
cosa que a pocos días de mi ejecución realmente no me importaba lo más mínimo.
Me explicó que las muestras de sangre llegaban sin
etiquetar a un laboratorio que no sabía si se trataba de un paciente normal o
de un condenado a muerte, y que por eso llegaban los análisis completos. A mi
pregunta de sobre por qué se hacía esa analítica me contestó que realmente no
lo sabía, pero que se imaginaba que se realizaba pos si alguna de las
substancias empleadas en la inyección que me mataría podría producir alguna
reacción no deseada.
La única reacción no deseada en aquel momento era que el
veneno no me matara.
El médico me dijo que en mi última cena procurara comer
ligero, para evitar situaciones desagradables. Era mejor no tener nada en el
estómago para evitar vomitar en algún momento inoportuno.
De todas maneras, cuando me sirvieron la cena apenas pude
comer nada. Además, la comida no estaba demasiado bien preparada, y yo tenía la
garganta completamente seca, se me antojaba imposible poder tragar nada.
Me ofrecieron la posibilidad de que me visitara un
religioso o un psicólogo. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de pedir un
cura católico, la religión que procesaba de forma sectaria Greta, para decirle
alguna grosería sobre la existencia de un dios que permitía estas situaciones a
sus fieles, pero al final opté por un psicólogo.
Me enviaron a un joven imberbe, posiblemente el último
contratado por la Administración
Penitenciaria, que estaba más nervioso que yo. No me ayudó
nada. Intentó explicarme qué era la muerte, pero decidí mandarlo a su casa,
cosa que hizo en cuanto pudo coger sus apuntes del suelo.
Mi abogado permaneció conmigo antes de la ejecución hasta
que llegaron a prepararme. Respiró aliviado cuando salió de la sala. Para él ya
había acabado aquel suplicio, el de defender a un reo condenado mediáticamente
y al que no cabía posibilidad de salvar, a riesgo de sacrificar su propia
carrera. Se quedaría a mi ejecución, peo no iba a hacer nada por detenerla.
La celda donde pasé mis últimas horas era estaba
iluminada por una luz muy fuerte, blanca, muy intensa, tanto que no dejaba
sombras en ningún rincón. Me impedía escapar, esconderme en alguna penumbra. La
sensación de desasosiego que producía esta luz era tan importante que me
mostraba ansioso. La sensación de homogeneidad que daba esa iluminación a la
celda me impedía abstraerme. No había baldosas que contar, esquinas donde
dirigir la mirada, no había refugio.
Entraron los guardas en mi celda y me esposaron de pies y
manos. Me pusieron de pie y empezó mi peculiar calvario. Me había mentalizado
para acudir al patíbulo de forma serena, pero fui incapaz. Me temblaban las
piernas de tal modo que era incapaz de caminar.
La respiración se me aceleraba, pero apenas cogía aire.
De mi boca salía una espuma blancuzca fruto de mi ansiedad, de la sequedad, y
mis esfínteres se relajaron, orinándome unas gotas que traspasaron el buzo
anaranjado que portaba.
Caminaba arrastrado entre dos guardas y apenas me di
cuenta del tiempo transcurrido por el pasillo, hasta que entré en la sala donde
me iban a matar.
Podía ver a los que habían acudido a mi ejecución. Allí
estaba mi abogado, y distinguí a mi padre, mi único familiar presente.
Maldeciré siempre la imagen que se llevó de mí, en esas circunstancias,
hiperventilado, babeando, orinado.
También estaban los padres de Greta, abrazados. Ella
escondía la cabeza entre los brazos de él, que sostenía impasible mi mirada. Al
fondo, mi abogado, distraído, esperando que acabara su pesadilla, y una serie
de desconocidos que habían acudido a presenciar el espectáculo público de una
muerte anunciada.
Se necesitaron tres guardas para poderme tumbar sobre la
camilla, y atarme con las fuertes correas de cuero. El intentar moverme me
producía un dolor insoportable en todos los músculos de mi cuerpo.
Apareció el verdugo. Vestía una bata blanca y portaba
mascarilla, gorro y guantes. Quizá pensara que podría contagiarle algo, pero la
enfermedad que me iba a matar en breves instantes no era contagiosa.
Me llamó la atención que me desinfectara con alcohol la
vena donde me iba a poner la palomilla por donde inyectarían la pócima que
acabaría con mi vida. Acaso pensaría que si me contagiaba algo podría
demandarle por negligencia médica.
La palomilla tenía dos vías, por la que me introducirían
las substancias que me matarían. Por la primera me introducirían un relajante
muscular, que me adormecería y detendría mi respiración, mientras que la
segunda contenía un medicamento mortal que paralizaría mi corazón.
La luz en la sala era muy intensa. Me daba directamente
en los ojos. Y comenzó la ejecución. De repente me sentí completamente flácido,
el relajante muscular estaba haciendo efecto.
Me dejaron de doler las piernas y brazos por el esfuerzo
que estaba haciendo por soltarme debido a la tensión. Mi respiración se
tranquilizó y pude por fin tomar aire en condiciones.
Fueron unos momentos de paz. Y de repente entró en mí la
dosis que me mataría. Sentí un inmenso dolor dentro de mí, por todos los
lugares en el interior de mi cuerpo que atravesaba aquella ponzoña.
Lo sentí por el brazo, llegar al corazón, inundar mis
pulmones, distribuirse dentro de mi cuerpo. El dolor era insufrible, me quemaba
por dentro, la peor de las torturas a las que se puede someter a un ser humano.
Pero debido al relajante muscular no podía moverme, no
podía chillar, no podía expresar mi sufrimiento. Por fin llegó a mi cerebro. Lo
sentía arder, deshacerse dentro de mí. La fuerte iluminación se había
convertido en insoportable. Ni siquiera cerrando los ojos podía evitarla y me los
quemaba.
Había decidido que mi último pensamiento fuera en una
playa de Florida que visité años atrás y que me enamoró. Pensaba quedarme con
ese como último recuerdo, pero la tortura a la que estaba siendo sometido me
impidió pensar nada.
Y poco a poco el dolor se fue alejando de mí,
desapareciendo, mientras me adormecía, mientras desaparecía de este mundo.
Entonces debí morir.
Capítulo 3 Mi muerte
Me desperté en mi cama. Estaba muy
cansado, aturdido. Todo había sido un mal sueño. Recordaba todo muy cercano,
demasiado cierto. Me recreé un rato en esos recuerdos, como quien se acuerda de
una pesadilla antes de espantarla de su pensamiento.
Poco a poco fui recuperando la consciencia, pero algo
raro ocurrí con aquella pesadilla. Se mantenía como un recuerdo muy real.
Decidí que aquello debía acabar e intenté recuperar completamente la
consciencia, pero me sentía extraño, adormecido.
Estuve largo rato en la cama, pero al contrario que en
una pesadilla normal, en la que el argumento del sueño va desvaneciéndose a la
vez que se convierte en irreal y carente de sentido, los recuerdos del
asesinato de Greta, del juicio, de mi ejecución, aparecían coherentes y
lineales en el tiempo.
Alargué la mano al lado de la cama, pero no estaba Greta.
Siempre había dormido conmigo, a mi lado. En las escasas ocasiones en las que
había dormido fuera me lo había dicho, y me había llamado antes de acostarse y
al levantarse.
Pero en esa ocasión no sabía donde estaba Greta. Además,
me sentía raro, no conseguía concentrarme en la realidad, no lograba desvelarme
del todo. Me resultaban más reales mis recuerdos que el momento que estaba
viviendo.
Al final decidí levantarme de la cama. Me sentía como
drogado. Salí al salón. Todo estaba como lo había dejado antes de asesinar a
Greta, o más bien como rememoraba que lo había dejado. Pero me daba la
impresión de que mi salón, mi casa, eran tan sólo un recuerdo.
En la esquina estaban los jarrones de Greta. Los miraba y
estaban tal y como los recordaba, pero me en realidad nunca había hecho mucho
caso a esos adornos, por lo que veía simplemente su forma, sin detalles.
Y cuando intentaba fijar los detalles, me daba cuenta de
que los imaginaba, mi cerebro rellenaba aquellos detalles de los floreros que
desconocía, que no recordaba, con dibujos coherentes, pero que no eran reales.
Me senté en el sofá del salón. Mi realidad se había
transpuesto. Mis recuerdos eran reales, mi percepción era imaginada. Intenté
buscar una explicación a lo que me pasaba, y comencé a reordenar mis
pensamientos.
Recordaba toda mi vida, de una forma congruente. Mi vida
era una sucesión de experiencias que seguían una linealidad en el tiempo. Los
más lejanos en el tiempo aparecían más difuminados, mientras que los más
cercanos eran más nítidos y era capaz de recordar más detalles.
Y la sucesión de imágenes que suponía mi vida se
representaba de forma razonable desde mis recuerdos de la niñez hasta mi
ejecución. Sin embargo, algo fallaba, lo convertía en imposible. Si hubiera
sido ejecutado, obviamente, no estaría consciente en ese momento.
La lógica me decía que a partir del momento en el que
conocí la infidelidad de Greta, detonante de todo lo que ocurrió
posteriormente, el ciclo de mi vida carecía de sentido. Lo normal sería pensar
que desde aquel instante todo hubiera sido fruto de mi imaginación.
Pero todo parecía muy real, demasiado real. En cambio,
todo lo que había pasado desde que me había despertado esa la mañana me
resultaba como si lo estuviera imaginando, le faltaba algo para ser cierto.
Algo no funcionaba. Decidí salir a la calle y fue
entonces cuando me sentí flotando, como en el aire. Me di cuenta que no
respiraba, al menos no normalmente. Mi respiración no se alteraba al correr, al
bajar dando saltos las escaleras. Necesitaba aire, me sentía ahogado, pero por
el contrario no tenía la obligación de respirar.
Llegué a la calle y todo a mi alrededor era anodino, sin
apenas colores, como apagado. La gente pasaba por delante de mí, pero eran
seres anónimos. Si me fijaba en una cara, la del resto de las personas
desaparecía. Todas las caras tenían los mismos rasgos, los personajes vestían
de forma similar.
El ruido de la calle era muy extraño. Era como un rumor
de fondo. Si me fijaba en un coche en la calzada, ese vehículo tomaba vida,
cogía color y dentro del rumor de fondo el zumbido de su motor me llegaba claro
a mis oídos.
Pero en el momento en el que perdía el interés por ese
coche, éste desaparecía de mi vista, de mi radio de percepción. Para que algo
me llamara la atención, necesitaba verlo, imaginarlo primero, cuando lo natural
era que ese algo apareciera por sorpresa reclamando mi interés por alguno de mis
sentidos.
Y mis sentidos también seguían embotados. La vista era
borrosa, sin colores, sin formas definidas, como si las imágenes en movimiento
fueran fruto de mi imaginación.
Si me centraba en la vista, no escuchaba salvo un rumor
de fondo. Y el tacto, el olfato y el gusto no existían. Me preguntaba si todo
aquello era fruto de imaginación.
Decidí entrar en la frutería. Al fondo estaba el tendero
de siempre, un tal Jonas. Nunca había tenido una relación con él salvo la
comercial. Necesitaba romper con aquella situación, sentirme vivo otra vez.
Estaba atendiendo a otro cliente, y no parecía percibir
mi presencia. No quería imaginarme qué pasaría si aquel hombre no me reconocía,
si no se daba cuenta de mi existencia.
Después de atender al cliente, un personaje anodino y sin
formas, me miró y me preguntó con naturalidad:
-
¿Qué le sirvo, señor Johnson?
Me quedé callado, mirándole. ¿Me había reconocido, o era
también fruto de mi imaginación? El tendero era tal y como lo recordaba, pero no
sabía discernir si era real o ficticio. Me seguía sonriendo cuando me volvió a
preguntar.
-
¿Qué desea?
Automáticamente le pedí un kilo de naranjas de zumo.
-
Estas de California me las acaban de
traer frescas. Son muy buenas, le gustarán - me dijo mientras me las ponía en
una bolsa de papel.
Salí de la tienda sin despedirme, cruzándome con otro
cliente que tampoco tenía formas, que también se movía de forma mecánica.
Subí rápidamente con las naranjas a casa y las dejé sobre
la mesa de la sala. Entré en la cocina, estaba completamente aturdido,
asustado. Algo me pasaba pero no era capaz de comprenderlo. Volví a la sala,
pero las naranjas ya no estaban sobre la mesa.
Entré en la cocina, y las naranjas fuera de su bolsa
estaban sobre la nevera. No recordaba haberlas puesto allí. Toda mi realidad se
derrumbaba a mi alrededor.
Estaba ansioso, agobiado y de repente me entró un sopor
muy profundo y me dormí, allí mismo, en el sofá, sin llegar a la cama.
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