jueves, 14 de noviembre de 2013

La muerte de Adam


Capítulo 1 Mi condena
-        Adam Johnson Smith, por el poder que se me ha sido conferido, le condeno a morir mediante inyección letal por el asesinato de Greta González Thomson y Juan López López. Que Dios perdone lo que el estado de Colorado no ha podido perdonar.
Todo el público presente en la sala tercera del Tribunal Supremo del Estado de Colorado permanecía en pié menos el juez, el único que seguía sentado. Aquel acto de decidir sobre la vida de una persona juzgando sus actos siempre me había parecido solemne, pero en esta ocasión en la que el reo era yo, me evocaba a una mala comedia.
El juez me miraba fijamente mientras me condenaba a muerte. Ya no había posibilidad de recurso, la sentencia era firme. Pero había algo de falso en aquella mirada dura. Parecía como si quisiera hacerme sentir remordimientos por mi crimen. Pero no era así.
Yo sabía que aquel juez, en cuanto llegara a su casa, con su familia, se olvidaría de mí. Quizá me recordara como un comentario hacia su mujer cuando ésta le preguntara por su día de trabajo, pero al rato me expulsaría de sus recuerdos.
Y lo mismo ocurriría con los miembros del jurado. Ninguno de ellos tardaría demasiado tiempo en olvidarme. Una vez tomada la decisión de que debía morir, su siguiente tarea en sus vidas sería relegar a un segundo plano de su memoria el juicio y las deliberaciones que les habían llevado a condenarme a muerte.
Yo lo entendía porque hubiera hecho lo mismo ya que una vez tomada la decisión no era necesario reconsiderarlo, y lo mejor era olvidarlo. Imagínese que por un casual que apareciera alguna prueba que hiciera dudar de esa sentencia tan radical. Nadie podría vivir con el remordimiento de ese error.
Por eso a los sentenciados a muerte se nos ejecuta y se nos olvida. Es mejor así. Pero en mi caso no había dudas. Yo era culpable. Había asesinado a sangre fría a Greta y a su amante.
Aquel tribunal había juzgado los hechos, no las razones. Aunque tampoco me esforcé en explicar cuáles eran. Me lo reservé para mí, no quise pasar la vergüenza de explicar mi relación con Greta y lo que me llevó a matarla, a nadie le interesaba salvo a mí, y el darlo a conocer tampoco iba a cambiar mi situación.
Además, el caso había sido muy mediático. Toda la comunidad latina había presionado para conseguir una sentencia ejemplar en este proceso, un sumario en el que un gringo asesinaba a dos de sus miembros, un crimen racista que había calado muy hondo en esa comunidad, en la que nunca fui aceptado.
Los pocos años que duró mi matrimonio con Greta fueron muy intensos. La conocí en unas clases de baile, a las que me empujaron mis amigos con la excusa de que debía conocer gente. Yo hasta entonces había sido un soltero tranquilo, con mucha dificultad para conocer mujeres.
En la primera clase bailamos juntos. El fin de semana salimos a cenar el sábado y esa misma noche nos acostamos. Era algo que nunca me había ocurrido. En mi entorno las mujeres no se comportaban así, todo era más pausado, más meditado.
Pero Greta era distinta, era un volcán. A los pocos meses de conocernos nos casamos. No fue la boda de mis sueños, ya que ni mis padres ni muchos de mis amigos aprobaron aquel enlace, pero yo estaba muy enamorado de su frenesí cálido y sensual.
Pero ese torbellino de mujer había que alimentarlo de pasión. Con Greta la relación no se podía estancar. Cada día debía agasajarla, debía esforzarme por mantenerla, por sorprenderla. Todos los fines de semana salíamos, viajábamos a menudo, y en nuestras vacaciones no existía la palabra descanso.
Era agotador, pero compensaba. Greta me daba una de cal por cada mil de arena, pero esa de cal resarcía cualquier mal momento. Una sonrisa suya, una caricia, un beso, una noche haciendo el amor, eran suficientes para seguir viviendo.
Mantener ese tren de vida era caro, y había tenido que endeudarme por ella. Tarde o temprano llegaría a un límite, a partir del cual yo no sería ya capaz de darle a Greta lo que necesitaba para mantenerse vital
Y ese día llegó, perdí el tren de su entusiasmo y se me escapó. Se encaprichó de uno de los profesores de baile, un pipiolo de 20 años, un niñato que no la amaba, pero para el que era una gran victoria engañar a un gringo. No pretendía quedarse con ella, tan sólo devolvérmela después de usarla, quedarse con la satisfacción del triunfo.
A ella no le importaba, sabía lo que iba a pasar, pero también deseaba restregarme que no había sido capaz de mantenerla. De repente perdió el interés por mí, y la apatía se marcaba en el gesto de su cara.
Aun así,  seguía ciego, no quería ver, no quise darme cuenta de que había perdido, hasta que mis amigos me lo hicieron ver. Porque un crío de 20 años no es capaz de quedarse callado, debe alardear de sus éxitos, y el que había logrado era lo demasiado importante como para poderlo mostrar con orgullo.
Cuando lo vi, cuando lo comprobé con mis propios ojos, ya no pude escapar, me sentí condenado. Estaba endeudado por aquella mujer, que se reía de mí con un muchacho imberbe. No tenía escapatoria. Mis amigos, mi entorno me sentenciaron, tuve que hacerlo.
Y los maté. Compré un revólver y disparé contra ellos. Los dejé malheridos. Cuatro disparos a ella y dos a él cuando trataba de huir. Recargué el arma y los rematé. Dos tiros en la cabeza y uno en el corazón a cada uno de ellos. Les quise destrozar el corazón, tal y como ellos me lo habían destrozado a mí.
El tribunal lo tuvo claro desde el principio. Yo era culpable de un asesinato frío y premeditado. Me había enterado de su infidelidad y había planeado su muerte. Planifiqué el crimen con antelación. Mentí diciendo que estaba fuera para encontrármelos en la cama juntos.
Los maté a sangre fría y los rematé. Era un asesinato en toda regla, sin discusión. Los policías me encontraron sentado al lado de los cadáveres, saboreando un vaso de whisky pero cuando me hicieron un análisis de alcohol en sangre comprobaron que apenas lo había probado, que no había ningún eximente por embriaguez, sino que la copa me la estaba tomando para celebrar lo que había hecho.
Recuerdo perfectamente el dramatismo que le dio a su declaración el inspector que había investigado mi caso. Estaba perfectamente ensayada, e hizo hincapié en los puntos más sórdidos del asesinato. Su mirada se cruzaba frecuentemente con la mía mientras declaraba, y al acabar una sonrisa de triunfo se dibujó en su cara.
Cuando declaré yo posteriormente tuve que corroborar punto por punto todos los hechos que el inspector había definido, y no negué ninguno.
También fueron llamados a declarar miembros destacados de la comunidad latina de la ciudad, gente que no conocía ni de la que jamás había oído hablar, pero que opinaron claramente sobre mí, sembrando la idea de que el crimen había sido inequívocamente racista.
Toda aquella avalancha de pruebas y testimonios en mi contra, y el hecho de que durante todo el juicio me mostrara apático, sin ilusión, y sin replicar a ninguno de los testigos, así como que mi abogado se sintiera también presionado por la opinión pública me condenaron.
Y la condena fue tan ejemplar que nadie la puso en duda. Durante el tiempo que pasé en el corredor de la muerte los carceleros me hacían llegar noticias que aparecían en los medios, y la conclusión a la que llegué era que el mundo me quería ver muerto.
El odio hacia mi persona era tal que tan solo los activistas más acérrimos en contra de la pena de muerte se atrevieron a levantar la voz en mi favor, pero fueron rápidamente acallados. La sociedad me quería muerto, y el tiempo que estuve esperando la ejecución de mi sentencia fue muy breve.


Capítulo 2 Mi ejecución
Llegó la noche de mi ejecución. No discurrió mucho entre el juicio y esa noche fatídica por lo que no tuve tampoco demasiado tiempo para reflexionar o arrepentirme de lo que había hecho. Tenía tan asimilado mi destino que tan sólo me dediqué a prepararme para mi muerte.
No quise que viniera a visitarme nadie a la cárcel. Ya había hecho el mal que tenía que hacer, no necesitaba transmitir ningún tipo de dolor a quienes sí me querían de verdad. Pasé todas aquellas semanas sólo, en compañía únicamente de mis carceleros.
Éstos se mostraban asépticos. Cuidaban de presos destinados al matadero, por lo que evitaban cualquier atisbo de humanidad, no querían ver mezcladas sus vidas con las nuestras. No querían llegar a casa y comentar a sus hijos de qué habían hablado con algún preso, y al día siguiente tenerles que explicar que ya había sido ajusticiado, que ya estaba muerto.
La norma obligaba que el preso debiera ensayar días antes de su ejecución la ceremonia del traslado hasta el patíbulo, y prepararse para la ejecución, pero en la cárcel donde estaba yo no se hacía con los reos condenados a muerte. Sin embargo me dijeron en las cárceles de Virginia, por ejemplo, sí que se obligaba al reo a cumplir con tal horrible trance.
Días antes me había visitado el médico. Me habían hecho una analítica completa, quizá pensando que no fuera apto para la muerte y que tuvieran que suspender la ejecución. El doctor me informó que tenía el colesterol alto, cosa que a pocos días de mi ejecución realmente no me importaba lo más mínimo.
Me explicó que las muestras de sangre llegaban sin etiquetar a un laboratorio que no sabía si se trataba de un paciente normal o de un condenado a muerte, y que por eso llegaban los análisis completos. A mi pregunta de sobre por qué se hacía esa analítica me contestó que realmente no lo sabía, pero que se imaginaba que se realizaba pos si alguna de las substancias empleadas en la inyección que me mataría podría producir alguna reacción no deseada.
La única reacción no deseada en aquel momento era que el veneno no me matara.
El médico me dijo que en mi última cena procurara comer ligero, para evitar situaciones desagradables. Era mejor no tener nada en el estómago para evitar vomitar en algún momento inoportuno.
De todas maneras, cuando me sirvieron la cena apenas pude comer nada. Además, la comida no estaba demasiado bien preparada, y yo tenía la garganta completamente seca, se me antojaba imposible poder tragar nada.
Me ofrecieron la posibilidad de que me visitara un religioso o un psicólogo. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de pedir un cura católico, la religión que procesaba de forma sectaria Greta, para decirle alguna grosería sobre la existencia de un dios que permitía estas situaciones a sus fieles, pero al final opté por un psicólogo.
Me enviaron a un joven imberbe, posiblemente el último contratado por la Administración Penitenciaria, que estaba más nervioso que yo. No me ayudó nada. Intentó explicarme qué era la muerte, pero decidí mandarlo a su casa, cosa que hizo en cuanto pudo coger sus apuntes del suelo.
Mi abogado permaneció conmigo antes de la ejecución hasta que llegaron a prepararme. Respiró aliviado cuando salió de la sala. Para él ya había acabado aquel suplicio, el de defender a un reo condenado mediáticamente y al que no cabía posibilidad de salvar, a riesgo de sacrificar su propia carrera. Se quedaría a mi ejecución, peo no iba a hacer nada por detenerla.
La celda donde pasé mis últimas horas era estaba iluminada por una luz muy fuerte, blanca, muy intensa, tanto que no dejaba sombras en ningún rincón. Me impedía escapar, esconderme en alguna penumbra. La sensación de desasosiego que producía esta luz era tan importante que me mostraba ansioso. La sensación de homogeneidad que daba esa iluminación a la celda me impedía abstraerme. No había baldosas que contar, esquinas donde dirigir la mirada, no había refugio.
Entraron los guardas en mi celda y me esposaron de pies y manos. Me pusieron de pie y empezó mi peculiar calvario. Me había mentalizado para acudir al patíbulo de forma serena, pero fui incapaz. Me temblaban las piernas de tal modo que era incapaz de caminar.
La respiración se me aceleraba, pero apenas cogía aire. De mi boca salía una espuma blancuzca fruto de mi ansiedad, de la sequedad, y mis esfínteres se relajaron, orinándome unas gotas que traspasaron el buzo anaranjado que portaba.
Caminaba arrastrado entre dos guardas y apenas me di cuenta del tiempo transcurrido por el pasillo, hasta que entré en la sala donde me iban a matar.
Podía ver a los que habían acudido a mi ejecución. Allí estaba mi abogado, y distinguí a mi padre, mi único familiar presente. Maldeciré siempre la imagen que se llevó de mí, en esas circunstancias, hiperventilado, babeando, orinado.
También estaban los padres de Greta, abrazados. Ella escondía la cabeza entre los brazos de él, que sostenía impasible mi mirada. Al fondo, mi abogado, distraído, esperando que acabara su pesadilla, y una serie de desconocidos que habían acudido a presenciar el espectáculo público de una muerte anunciada.
Se necesitaron tres guardas para poderme tumbar sobre la camilla, y atarme con las fuertes correas de cuero. El intentar moverme me producía un dolor insoportable en todos los músculos de mi cuerpo.
Apareció el verdugo. Vestía una bata blanca y portaba mascarilla, gorro y guantes. Quizá pensara que podría contagiarle algo, pero la enfermedad que me iba a matar en breves instantes no era contagiosa.
Me llamó la atención que me desinfectara con alcohol la vena donde me iba a poner la palomilla por donde inyectarían la pócima que acabaría con mi vida. Acaso pensaría que si me contagiaba algo podría demandarle por negligencia médica.
La palomilla tenía dos vías, por la que me introducirían las substancias que me matarían. Por la primera me introducirían un relajante muscular, que me adormecería y detendría mi respiración, mientras que la segunda contenía un medicamento mortal que paralizaría mi corazón.
La luz en la sala era muy intensa. Me daba directamente en los ojos. Y comenzó la ejecución. De repente me sentí completamente flácido, el relajante muscular estaba haciendo efecto.
Me dejaron de doler las piernas y brazos por el esfuerzo que estaba haciendo por soltarme debido a la tensión. Mi respiración se tranquilizó y pude por fin tomar aire en condiciones.
Fueron unos momentos de paz. Y de repente entró en mí la dosis que me mataría. Sentí un inmenso dolor dentro de mí, por todos los lugares en el interior de mi cuerpo que atravesaba aquella ponzoña.
Lo sentí por el brazo, llegar al corazón, inundar mis pulmones, distribuirse dentro de mi cuerpo. El dolor era insufrible, me quemaba por dentro, la peor de las torturas a las que se puede someter a un ser humano.
Pero debido al relajante muscular no podía moverme, no podía chillar, no podía expresar mi sufrimiento. Por fin llegó a mi cerebro. Lo sentía arder, deshacerse dentro de mí. La fuerte iluminación se había convertido en insoportable. Ni siquiera cerrando los ojos podía evitarla y me los quemaba.
Había decidido que mi último pensamiento fuera en una playa de Florida que visité años atrás y que me enamoró. Pensaba quedarme con ese como último recuerdo, pero la tortura a la que estaba siendo sometido me impidió pensar nada.
Y poco a poco el dolor se fue alejando de mí, desapareciendo, mientras me adormecía, mientras desaparecía de este mundo.
Entonces debí morir.


Capítulo 3 Mi muerte
Me desperté en mi cama. Estaba muy cansado, aturdido. Todo había sido un mal sueño. Recordaba todo muy cercano, demasiado cierto. Me recreé un rato en esos recuerdos, como quien se acuerda de una pesadilla antes de espantarla de su pensamiento.
Poco a poco fui recuperando la consciencia, pero algo raro ocurrí con aquella pesadilla. Se mantenía como un recuerdo muy real. Decidí que aquello debía acabar e intenté recuperar completamente la consciencia, pero me sentía extraño, adormecido.
Estuve largo rato en la cama, pero al contrario que en una pesadilla normal, en la que el argumento del sueño va desvaneciéndose a la vez que se convierte en irreal y carente de sentido, los recuerdos del asesinato de Greta, del juicio, de mi ejecución, aparecían coherentes y lineales en el tiempo.
Alargué la mano al lado de la cama, pero no estaba Greta. Siempre había dormido conmigo, a mi lado. En las escasas ocasiones en las que había dormido fuera me lo había dicho, y me había llamado antes de acostarse y al levantarse.
Pero en esa ocasión no sabía donde estaba Greta. Además, me sentía raro, no conseguía concentrarme en la realidad, no lograba desvelarme del todo. Me resultaban más reales mis recuerdos que el momento que estaba viviendo.
Al final decidí levantarme de la cama. Me sentía como drogado. Salí al salón. Todo estaba como lo había dejado antes de asesinar a Greta, o más bien como rememoraba que lo había dejado. Pero me daba la impresión de que mi salón, mi casa, eran tan sólo un recuerdo.
En la esquina estaban los jarrones de Greta. Los miraba y estaban tal y como los recordaba, pero me en realidad nunca había hecho mucho caso a esos adornos, por lo que veía simplemente su forma, sin detalles.
Y cuando intentaba fijar los detalles, me daba cuenta de que los imaginaba, mi cerebro rellenaba aquellos detalles de los floreros que desconocía, que no recordaba, con dibujos coherentes, pero que no eran reales.
Me senté en el sofá del salón. Mi realidad se había transpuesto. Mis recuerdos eran reales, mi percepción era imaginada. Intenté buscar una explicación a lo que me pasaba, y comencé a reordenar mis pensamientos.
Recordaba toda mi vida, de una forma congruente. Mi vida era una sucesión de experiencias que seguían una linealidad en el tiempo. Los más lejanos en el tiempo aparecían más difuminados, mientras que los más cercanos eran más nítidos y era capaz de recordar más detalles.
Y la sucesión de imágenes que suponía mi vida se representaba de forma razonable desde mis recuerdos de la niñez hasta mi ejecución. Sin embargo, algo fallaba, lo convertía en imposible. Si hubiera sido ejecutado, obviamente, no estaría consciente en ese momento.
La lógica me decía que a partir del momento en el que conocí la infidelidad de Greta, detonante de todo lo que ocurrió posteriormente, el ciclo de mi vida carecía de sentido. Lo normal sería pensar que desde aquel instante todo hubiera sido fruto de mi imaginación.
Pero todo parecía muy real, demasiado real. En cambio, todo lo que había pasado desde que me había despertado esa la mañana me resultaba como si lo estuviera imaginando, le faltaba algo para ser cierto.
Algo no funcionaba. Decidí salir a la calle y fue entonces cuando me sentí flotando, como en el aire. Me di cuenta que no respiraba, al menos no normalmente. Mi respiración no se alteraba al correr, al bajar dando saltos las escaleras. Necesitaba aire, me sentía ahogado, pero por el contrario no tenía la obligación de respirar.
Llegué a la calle y todo a mi alrededor era anodino, sin apenas colores, como apagado. La gente pasaba por delante de mí, pero eran seres anónimos. Si me fijaba en una cara, la del resto de las personas desaparecía. Todas las caras tenían los mismos rasgos, los personajes vestían de forma similar.
El ruido de la calle era muy extraño. Era como un rumor de fondo. Si me fijaba en un coche en la calzada, ese vehículo tomaba vida, cogía color y dentro del rumor de fondo el zumbido de su motor me llegaba claro a mis oídos.
Pero en el momento en el que perdía el interés por ese coche, éste desaparecía de mi vista, de mi radio de percepción. Para que algo me llamara la atención, necesitaba verlo, imaginarlo primero, cuando lo natural era que ese algo apareciera por sorpresa reclamando mi interés por alguno de mis sentidos.
Y mis sentidos también seguían embotados. La vista era borrosa, sin colores, sin formas definidas, como si las imágenes en movimiento fueran fruto de mi imaginación.
Si me centraba en la vista, no escuchaba salvo un rumor de fondo. Y el tacto, el olfato y el gusto no existían. Me preguntaba si todo aquello era fruto de imaginación.
Decidí entrar en la frutería. Al fondo estaba el tendero de siempre, un tal Jonas. Nunca había tenido una relación con él salvo la comercial. Necesitaba romper con aquella situación, sentirme vivo otra vez.
Estaba atendiendo a otro cliente, y no parecía percibir mi presencia. No quería imaginarme qué pasaría si aquel hombre no me reconocía, si no se daba cuenta de mi existencia.
Después de atender al cliente, un personaje anodino y sin formas, me miró y me preguntó con naturalidad:
-        ¿Qué le sirvo, señor Johnson?
Me quedé callado, mirándole. ¿Me había reconocido, o era también fruto de mi imaginación? El tendero era tal y como lo recordaba, pero no sabía discernir si era real o ficticio. Me seguía sonriendo cuando me volvió a preguntar.
-        ¿Qué desea?
Automáticamente le pedí un kilo de naranjas de zumo.
-        Estas de California me las acaban de traer frescas. Son muy buenas, le gustarán - me dijo mientras me las ponía en una bolsa de papel.
Salí de la tienda sin despedirme, cruzándome con otro cliente que tampoco tenía formas, que también se movía de forma mecánica.
Subí rápidamente con las naranjas a casa y las dejé sobre la mesa de la sala. Entré en la cocina, estaba completamente aturdido, asustado. Algo me pasaba pero no era capaz de comprenderlo. Volví a la sala, pero las naranjas ya no estaban sobre la mesa.
Entré en la cocina, y las naranjas fuera de su bolsa estaban sobre la nevera. No recordaba haberlas puesto allí. Toda mi realidad se derrumbaba a mi alrededor.
Estaba ansioso, agobiado y de repente me entró un sopor muy profundo y me dormí, allí mismo, en el sofá, sin llegar a la cama.
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